El 16 de
abril, tras meses de una táctica tradicional de acoso y derribo a
Repsol-YPF (para que cayera el precio de sus acciones)
florentmarcellesi.
El conflicto diplomático abierto entre los
gobiernos español y argentino por la expropiación de YPF tiene todos los
ingredientes geopolíticos para convertirse en las “Malvinas de la
energía”. Con argumentos ideológicos y estratégicos de diferentes
índoles, ambos gobiernos recurren sin embargo a patrones patrióticos
clásicos que, una vez más, esconden uno de los retos del futuro: superar
la crisis energética y climática, es decir el final de la era del
petróleo barato y abundante y el cada vez más irreversible cambio
climático debido principalmente a la quema de combustibles fósiles, así
como sus (retro)consecuencias sociales y económicas. Hagamos pues un
repaso rápido de la situación y perspectivas.
El 16 de abril, tras meses de una táctica tradicional
de acoso y derribo a Repsol-YPF (para que cayera el precio de sus
acciones), la presidenta Cristina Fernández de Kirchner anuncia la
expropiación de YPF, filial de Repsol en Argentina, mediante la compra
del 51% de su capital. 90 años después de la creación de YPF y 20 años
después de su privatización a favor de la transnacional Repsol en la
época de liberalización y ajustes estructurales en los países del Sur
(apoyada, por cierto, por la pareja Kirchner), YPF vuelve (casi) a la casilla de salida.
El gobierno español no ha tardado en responder con vehemencia. El ministro de Industria, Manuel Soria, ha declarado
ni más ni menos que “es una decisión contra España y los españoles, no
solo contra Repsol”. Más allá de que Repsol tenga menos de un 50% de
capital español y de que sea grotesco asimilar los intereses de la
ciudadanía española con los de los accionistas de una empresa privada,
el tono catastrófico empleado recurre al más clásico patriotismo
económico tintado de neocolonialismo (el control del oro negro en los
países del Sur para garantizar un crecimiento con seguridad en el Norte)
y de neoliberalismo (la promoción de los intereses de una multinacional
de régimen privado y aficionada a los paraísos fiscales como motor del
interés general). Nada mejor en tiempo de crisis que el repliegue
identitario y belicista para unirse contra un enemigo común y olvidar
—por unos días— la austeridad y los recortes, lo que ha surtido efecto
con el apoyo del PSOE, CCOO y UGT.
Mientras tanto, los partidos nacionalistas han hecho prueba de su
capacidad de contorsión según se traten de intereses de clase o
nacionales: CiU y PNV han privilegiado los intereses del capital, mientras que la izquierda abertzale,
que lo tenía más fácil en torno al doble eje nacional vasco y
socialista, ha saludado de forma efusiva la soberanía e independencia
del pueblo argentino.
Si bien llego a coincidir con IU y
otros movimientos de izquierdas en que la decisión del gobierno
argentino es legítima y que seguramente los recursos naturales no
tendrían que estar en manos de intereses privados que solo buscan
rentabilidad económica y han cometido una serie de injusticias sociales y ambientales, al mismo tiempo no podemos obviar varias crudas realidades. Como bien dice Ecologistas en Acción,
que saluda la decisión como un paso necesario, las razones por las que
el Gobierno argentino se está planteando la nacionalización no son
precisamente las ambientales. Argentina atraviesa una profunda crisis
social y Fernández de Kirchner necesitaba también una medida fuerte para
calmar los ánimos por los precios energéticos en el sector del
transporte, garantizar divisas para pagar la deuda externa, bajar su
factura energética y asentar su poder surfeandosobre la ola de
la soberanía nacional que arrasa América Latina. Por el momento, es
demasiado pronto para saber dónde recaerán los beneficios de esta
re-nacionalización, si en el pueblo o en los oligarquías locales. Lo que
está claro es que no marca ni mucho menos el fin del capitalismo (a lo
mejor un empuje del capitalismo de Estado frente al capitalismo
financiero), ya que el proyecto de ley de expropiación
postula que la exploración y explotación (que seguramente necesitará
una inversión de 25.000 millones de dólares en una década) se harán en
base a “capitales públicos y privados, nacionales e internacionales”.
Pero sobre todo, no se nos tendría que escapar que
detrás de esta estrategia se encuentra la voluntad no solo de controlar
los recursos naturales sino de explotarlos con aún más determinación,
abriendo más frentes para aumentar la capacidad de producción. Si nos
fijamos de nuevo en el proyecto de ley de expropiación,
además del bondadoso objetivo de “autoabastecimiento”, se trata de la
explotación de “hidrocarburos convencionales y no convencionales”.
Recordemos, y no es casualidad, que Repsol-YPF, descubrió el año pasado
en la región argentina de Vaca Muerta
el segundo mayor yacimiento de gas de pizarra (después de China) donde
podrían ver la luz unos 2.000 pozos. Este gas requiere ni más ni menos
que el mismo tipo de tecnología que hoy se propone utilizar en España y
que ya está prohibido en Francia: el fracking o fractura hidraúlica. Como bien sabemos, gracias al trabajo de varias plataformas (Cantabria, Álava, etc.) o de documentales como Gas Land,
esta técnica supone graves riesgos de contaminación del agua y del
aire, de aumento del efecto invernadero así como de escapes de gas,
terremotos locales y utilización masiva de químicos.
El gobierno argentino, siguiendo los pasos de otros
gobiernos de América Latina como Brasil, inscribe su acción dentro del
llamado extractivismo (de petróleo, gas, materias primas, etc.),
particularmente agresivo con el medio ambiente y los pueblos
originarios. Esta “izquierda marrón”,
como la ha denominado Eduardo Gudynas, construye su estrategia de
desarrollo y legitimidad a través de una apropiación brutal de los
recursos naturales, su exportación en los mercados globales, con la
redistribución in fine de parte de las riquezas mediante un
Estado fuerte. Sin embargo, esta visión que, al fin y al cabo se parece
bastante a la construcción histórica de nuestros Estados de Bienestar en
el Norte, no se sostiene a largo plazo y aún menos de cara a la crisis
climática y energética actual. Por experiencia y desde una perspectiva
de justicia ambiental, no supone diferencia apreciable quién posea los
medios de producción, si al mismo tiempo el proceso de producción en sí
—ya sea público, privado o mixto— se fundamenta en suprimir las bases de
su propia existencia. Como lo demuestra el pulso
entre la izquierda progresista y extractivista en el poder
institucional con los movimientos ecologistas, sociales e indígenas que
reclaman otro modelo de desarrollo desde abajo y respetuoso de la Pacha
Mama, constatamos que soberanía (estatal) y buen vivir (de las
comunidades) no son por esencia sinónimos.
Más que nunca, la prosperidad, es decir nuestra
capacidad de vivir felices dentro de los límites ecológicos del planeta,
está entre la pared española del neocolonialismo neoliberal y la espada
argentina del nacional-productivismo.
Para salir de este callejón sin salida, tanto Argentina como España
tendrán que emprender una transición pronunciada hacia una sociedad
post-fosilista, plantear una “revolución energética” (según Greenpeace)
o “caminar hacia un nuevo modelo energético sostenible y que no sea
perjudicial para nuestro planeta y dejar atrás los conflictos
comerciales y guerras por el oro negro, un recurso escaso y muy
contaminante” (según Equo).
Esta transformación socio-ecológica se basará, entre otras cosas, en
dejar el oro negro y otros gases no convencionales en el subsuelo (como
lo propone el proyecto Yasuní
en Ecuador), reducir drásticamente nuestros consumos y huellas
ecológicas, invertir en energías renovables, cambiar los patrones de
producción (hacia la agroecología, ecología industrial, etc.),
reruralizar y adaptar nuestras ciudades (véase las iniciativas en transición),
y relocalizar urgentemente la economía para que sea baja en carbono,
resiliente y gestionada democráticamente desde abajo. No es una cuestión
de patriotismo: es una cuestión de supervivencia civilizada de la
humanidad.
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